El domingo es ese día indefinible. Amo la mañana del domingo con la misma fuerza que odio la tarde del domingo. O sea, blandamente, tenuemente. No es la intensidad del odio del domingo por la noche, cuando todo está perdido. El tiempo se moldea en arbitrarias vasijas, inexplicables, incomprensibles. El reloj, el almanaque, los aniversarios. Y el otro tiempo, las dos horas por el campo, la perra corriendo una liebre, la charla en un consultorio desconocido para ir a averiguar lo que ya sabía, la decisión que tarda diez, veinte años en tomarse. En la infancia era regla el domingo no hacer nada. Pero no era una nada de incertezas. Había otro molde que habitar. La misa, el almuerzo, a veces, el cementerio. La vuelta del perro por la plaza. Ahora. Ahora el domingo es explicitar todos los moldes, y pensar fuera del reflejo. Sin pasión, con la extraña pesadez de la incertidumbre, el temblor de estómago de la ansiedad. A la perra de campo que cayó en vida de departamento ayer la saqué...