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Domingo

El domingo es ese día indefinible.  Amo la mañana del domingo con la misma fuerza que odio la tarde del domingo. O sea, blandamente, tenuemente. No es la intensidad del odio del domingo por la noche, cuando todo está perdido.
El tiempo se moldea en arbitrarias vasijas, inexplicables, incomprensibles. El reloj, el almanaque, los aniversarios. Y el otro tiempo, las dos horas por el campo, la perra corriendo una liebre, la charla en un consultorio desconocido para ir a averiguar lo que ya sabía, la decisión que tarda diez, veinte años en tomarse.
En la infancia era regla el domingo no hacer nada. Pero no era una nada de incertezas. Había otro molde que habitar. La misa, el almuerzo, a veces, el cementerio. La vuelta del perro por la plaza.
Ahora. Ahora el domingo es explicitar todos los moldes, y pensar fuera del reflejo. Sin pasión, con la extraña pesadez de la incertidumbre, el temblor de estómago de la ansiedad.
A la perra de campo que cayó en vida de departamento ayer la saqué al campo y no dudó. Corrió de arriba abajo, se sentó en un arroyo, persiguió una liebre, saltó un alambre, atravesó las vías. Fue a ver a las ovejas y les pasó por al lado a los caballos. Ni un instante de duda. Ante el campo abierto se lo bebió entero.
Ser humana me quitó esa inmanencia, ese saber qué hacer en el instante en el que quede libre. Y sin embargo, está el domingo, para pensarlo.
La perra duerme en el sillón, el cuerpo le pasa factura por el exceso. Pero duerme, con la misma intensidad con la que ayer corría. A mí, se me cierra la garganta.

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