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Ansiedad, llovizna y frío

Ataque de ansiedad. Angustia. Falta de deseo.
La no felicidad programada.
No, somos los seres de la felicidad obligatoria. Neurociencias, autoayuda, pastillas, sonrisas, ley de atracción, responsabilidad absoluta en nuestro destino, hiperconexión.
Hay pocos espacios para cuestiones que no sean efímeras, rápidas; también se ven como aberrantes los procesos que impliquen desconexión con el aparato productivo. O producís o consumís comunicacional o físicamente.
Entonces, en medio de una mañana cualquiera, empieza a arder el estómago, se respira hondo, se levanta la vista, y todos esperan que sigas trabajando. Y vos querés escapar, o llorar, o dormir todo el día. Pero no podés. Tenés que estar bien, no te boicotees, no procrastienes, leé los diez tips de las personas productivas, hacete cargo de tu destino.
Y el ardor se convierte en náusea, algo se inflama en la garganta y parece que los ojos pueden llenarse de lágrimas. Contenibles, claro, no estaría bien ponerse a llorar en la oficina. Alguien alguna vez te dijo que respires. Difícil, a medida que respirás te hacés consciente de todo el dolor que hay desde la garganta hasta el vientre.
Respirás de nuevo. Tomás una pausa. Un té o algo. Es junio y sale poco el sol. Podrías culpar a las hormonas, a los problemas económicos, a tu falta de disciplina. Estás cansada para eso. Mejor no culpar a nadie.
Pero a quién decirle que no importa terminar ese trabajo, tomar aquella clase, recibir ese otro aumento. No importa ganar o perder, definitivamente importa menos jugar. A quién decirle que tenía razón Kundera y la vida está en otro lado.
Y a la vez esto es la vida. Esto es tu vida. Esto.
Sonó el teléfono, alguien te etiquetó en una red social. Vas a salir con amigos. Hay una serie nueva sobre hombres valientes que querían ganarse la eternidad a través de la muerte en batalla. Te llamó tu jefe. Es hora de dejar el descanso. Parece que el estómago volvió a la normalidad.
Eso parece.

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