“Años después, frente al pabellón de fusilamiento…” Ah, no no, disculpen, eso ya fue escrito. Comienzo de nuevo.
Años después, frente a la
pandemia de covid 19, recordaría esa tarde de abril en la que conocí a Clarice
y Eduardo. Era 2014 y yo transitaba mis tempranos treintis. Estaba en Buenos
Aires y pasé por la feria del libro, no muy ilusionada porque esos eventos tan
multitudinarios suelen quitarme un poco las ganas de todo. No suelo sentirme
bien ante la sensación de lo inabarcable.
Yo conocía a Clarice Lispector
pero no tenía ninguno de sus libros, solo un par de cuentos fotocopiados y un PDF
de La pasión según GH, estaba en la búsqueda del libro en papel.
Pasé por el stand de la Editorial
Corregidor y vi una mesa con muchos títulos de Clarice. Estaba mirando, leyendo
contratapas, mirando a la mesa de al lado a ver qué otros libros tenían, cuando
se me acercó el vendedor.
Me preguntó qué estaba buscando y
le pedí La pasión. No lo tenían. “Pero tengo este, que te va a encantar…”
Comenzó con una voz profunda que me envolvió en una especie de extraña neblina,
y de golpe nos estábamos mirando a los ojos y él me hablaba de Un aprendizaje o
el libro de los placeres.
Varias cosas me resonaron en esas
palabras que me iban llevando a un estado de cuasi hipnosis con este hombre del
que solo recuerdo que era alto, que su voz (la que tampoco recuerdo claramente),
era oscura y que en esa pequeña inclinación que tenía que hacer para hablarme,
me atrapó sin esperanza.
Estaba relajada y libre,
solamente escuchando este canto de sirenas. No me acuerdo lo que me decía
exactamente, pero ese libro sobre aprender de los placeres (o eso es lo que le
entendí en esa solapada bruma) era exactamente lo que yo necesitaba leer.
Necesitaba también, seguir escuchando esa voz enredadora.
En aquel año estaba en un ir y
venir con un amante mayor, descubriendo las mieles de quienes se toman otros
tiempos, pero también consciente de que era un hombre que no tenía el más
mínimo interés en mí, más allá de esos contados y esporádicos encuentros.
Entonces escuchar de placer,
desde esa boca placentera, fue una tentación irresistible.
No era un momento de gran soltura
económica tampoco. Tenía un estrecho presupuesto y me había propuesto no
llenarme de libros que tal vez después no leyera o tal vez sí.
Pero el vendedor sabía qué
decirme. Más bien sabía cómo mirarme, qué inflexiones darle a su voz, en qué
momento hacer las pausas. No pude resistir más y confirmé que lo llevaba, y
entonces estiró un brazo infinito y tomó un libro de la mesa de al lado.
“¿Conocés a Eduardo Lalo? Viene
mañana, nosotros lo traemos, tenés que venir a escucharlo. Mirá cómo empieza
este libro, decime si no tenés que leer un libro que empieza así…” Y entonces
abrió el libro sin darme tiempo a contestar y comenzó a leerme:
“Escribir. ¿Me queda otra opción
en este mundo en que tanto estará siempre lejos de mí? Pero aún así sigo vivo y
soy incontenible y no importa que esté condenado a las esquinas, a las gavetas,
a la inexistencia.”
Lo compré, claro. Con la alegría
de que mi recibo de sueldo docente me daba un buen descuento y de que la tarjeta
de crédito salvadora iba a aguantar un par de libros más en sus límites.
El libro era Simone, y lo leí, como
leí Un aprendizaje… con un placer infinito. Los amé a ambos, los recomendé y
pasaron de mano en mano por un tiempo hasta que ya no supe más de ellos.
Ahora la pandemia irrumpió en los
primeros meses de mi librería en casa, y remándola, y queriendo traer esos libros
que amo le pude hacer un pedido a Corregidor. Y acá tengo a Simone, y tengo Un
aprendizaje. Y con ellos el recuerdo cálido y sensual de ese vendedor que me
enamoró, y que no quiero saber quién es, pero que será para siempre, el hombre
que se paró una tarde de abril, en medio de la feria del libro más grande del
país, a leerme.
Comentarios
Publicar un comentario