Entenderé,
probablemente, cuánto extraño el sol en primavera.
Es una
ausencia fingida, está detrás de la firme capa, a veces de bruma, a veces de
lluvia, a veces de nieve por caer. Esa capucha perlada que teje sombras en
infinitos grises. No hay un gris igual a otro en un invierno sureño. Desde el
casi blanco que precede la nieve hasta el hierro forjado de la lluvia cerrada,
y en medio, el cansador gris de nubes tibias, sin helada y sin llovizna. Apenas
viento.
Pero nada es
apenas. El invierno no regala sutilezas. Es viento. O helada. Es nieve. O
lluvia. Es frío. O más frío. Sin matices ni suavidades.
Es encierro.
Tejer una bufanda.
Mirar la
algidez de la soledad por la ventana.
Intentar el
falso alivio de las distracciones.
También es
vino tinto en la noche del viernes.
Es una
película.
Una siesta
largar con la perra, que sí, duerme en la cama.
Hay días de
sol también en el invierno. Pero este invierno son escasos. Se despliega
perfecta la aspereza del clima. Entonces otra vez el tiempo, como la variable
de ajuste.
El cambio de
lugar me hace perder la noción del tiempo estático en el que se ajusta la
existencia institucionalizada. El cambio de clima también. Nunca es más
elástico el hilo entre el ayer y el hoy que después de una nevada. Como saltar
dos mil kilómetros en una hora y media de avión.
Pero este
invierno es estadía, así que el tiempo se estira con la lluvia, o con el frío, implacablemente,
con la nieve.
Entenderé, probablemente, cuánto duele el sol,
en primavera.
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