Tedi López Mills
México
1959 - …
Nieve
Lo más extraño de la nieve
es no
haberla visto
pero
convocarla
como un
hábito del asombro
o una
condición de ciertas palabras.
La
nieve solícita de Lezama,
por
ejemplo,
su
nieve perpleja en el trigo,
su
festón enhebrado de nieve,
su
pulpa cortesana,
sus
insectos ciegos
a pique
por el flanco frío,
sus
nieves declamadas,
sus
nieves invitadas,
sus
nieves que escrutan
gamos
en el bosque
y
follajes cubiertos
por la
red de una luz
tan
tenue como la falacia
del
invierno fijo en las palmeras
que se
deshace
con el
primer golpe de sol,
su
rastro de arena,
y la
brisa canicular pintada de verde.
¿Qué es
esa nieve
retenida
por sus paradojas?
¿La
nieve de alguien,
íntima
e intransmisible,
o la
nieve del mundo?
Una
analogía redundante:
si el
mármol es parásito de la nieve
—no a
la inversa—
la
cercanía blanca es tan absoluta
que
entonces se cancela.
Y no
hay conocimiento.
Pero
con otros formas,
con
otros hechos
el
símil puede tener
la
consistencia de un acto.
Nunca
he visto el muérdago,
su
amarilla natividad,
sus
bayas pálidas en el roble,
su
contorno suelto y sin corona.
Sé que
hay umbrales precisos
donde
impone la costumbre de un beso
o
épocas en medio del verano
próximas
a la sequía
en que arde
en una fogata
por
sacrificio o por memoria.
Según
los druidas
(que
para mí son como la nieve)
el
muérdago lo cura todo,
es
sabio e inmortal.
Lo
mismo podría decirse
de
cualquier cosa que se desconoce:
el tojo
en el mediodía
de un
monte quemado,
el
baobab en la tórrida planicie
o los
tisanuros en un hoyo
distante
del viento.
La
nieve a veces no tiene linderos,
redime
castas, fechas,
hace
ritos en la tierra
que
invierten la simetría
de lo
que buscan los ojos.
Entonces
las quimeras
ya no
se miran
tras la
reja como antes.
Y así
ocurre de repente:
cuando
descubrí la nieve de verdad,
la
nieve sola,
ya no
importaba.
Comentarios
Publicar un comentario