por Daniela Della Bruna
Todos los días después de la escuela iba a la casa de Rita. Ella tenía la casita de muñecas y la mamá nos hacía la merienda en tazas de vidrio y ponía galletitas de verdad.
Sobre la chimenea tenía una cajita de piedras brillantes que me encantaba. Nunca había visto algo así. Rita tenía los juguetes que salían en la tele, y cosas de la oficina de su papá que usábamos para jugar al supermercado. Cosas de verdad eh, no eran juguetes.
Durante meses, sin embargo, mi único pensamiento fue la cajita violeta de piedras brillantes que adornaba la chimenea.
El año escolar estaba a punto de terminar. Íbamos a pasar a tercer grado y por fin leer el Tic Tac 3. Yo quería saber qué iba a pasar con Paco y la pandilla ahora que habíamos terminado por fin todo el bendito abecedario.
Cuando llegamos al capítulo “Paco y su xilofón”, y ni una letra antes, me empecé a dar cuenta de que los dos últimos años las historias tenían que ver con una letra, cuestión que revisé a fondo, con una mezcla de fascinación y espanto. Y de golpe, entendí que mis personajes amados no iban a ningún lado.
Esa tarde venía pensando en el Tic Tac 3 y el fin de la maldición del abecedario, mientras volvía del baño y de repente me vi sola en ese inmenso living. Rita ya estaría sentada en la cocina, esperando la merienda. El sol hizo reflejo con uno de los cristales de la caja y me pegó en el ojo.
Me di vuelta.
Lo miré.
Sentí un nudo desconocido bien en el centro de la panza.
Entonces, me metí la caja abajo del buzo y avisé desde la puerta que me iba, que me había acordado que hoy venía mi abuela, que no me podía quedar a merendar.
Llegué a mi casa, entré corriendo. “Llegueeee” avisé en un grito y me encerré en el baño.
Saqué la caja oculta de mi ropa, me senté en el inodoro y después de una extraña pausa… la abrí. Adentro había otra caja. Similar. Y adentro otra. Como el Tic Tac 2, la vida de la caja no iba a ningún lado.
Nunca más fui a lo de Rita a la salida de la escuela.
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