Lo primero que noté cuando la conocí
fue su pañuelo naranja. Era de un tono intenso, invitador. Ella se movía todo
el tiempo, como un colibrí de paso en el jardín, por eso no puedo precisar los
detalles verdaderos de su rostro.
Su pañuelo, que se movía al son
de su cabeza, su cabello de peluquería, la ropa sin aspavientos, pero cuidada
detalle a detalle, una impresión general de su paso por la oficina… Esas cosas
me quedaron.
Por eso cuando apareció su hija
preguntando por ella, cuando vi su foto multiplicada en las redes, cuando se
reproducían en criminal secuencia sus imágenes en la televisión, yo no podía
verla a ella. No la reconocía.
“Encontraron el cuerpo sin vida
de la mujer…” Se imaginan el resto de la historia. Siempre encontraron el
cuerpo sin vida. Estaría en un rincón de ese barranco, sucio de sangre, su
pañuelo. Fue hallada sin vida. Como si la vida se le hubiera ido sola. El
eufemismo que perpetúan los medios.
Naranja era el amanecer desde la
cocina. Mate en la mano. Naranja era el mate. Estalló el teléfono. “La
encontraron.” “ Está muerta.”
A partir de ahora, naranja es mi
pena.
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